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Otoño




Toda su vida fue ama de casa. Le rechinaba eso de “ama”, porque el “amo”, históricamente, es a quien se lo sirve y obedece. En cambio, a la ama de casa nadie le alcanza ni le sirve nada. Convivió décadas con esas y tantas contradicciones.

Hoy está lista para dejar la casa, ya no hay otros huéspedes más que ella misma.

Se arregla su vestido suelto con diseño de hojas de otoño, se calza los zuecos que le van mejor. Se toma el tiempo de desayunar un café con leche a la temperatura exacta que deleita a su paladar. Nadie la critica por lo que hace, ni la apura, ni la presiona. No hay que despertar a nadie, ni limpiar nada.  Esperó mucho por este momento. Sus piernas ya no son firmes, su cabello es completamente blanco y no pretende disimular las arrugas alrededor de sus labios. Pone en su bolso un libro y los anteojos para el viaje. Lleva un tarrito de alcohol en gel y toallas húmedas. Aún no se despoja del miedo a enfermar, justo ahora, que se siente libre. 

Al salir, no va directo a la estación, sino que pasea un rato por el parque que está más cerca, el aire tibio en su frente le recuerda a su infancia. Lleva pan picado, para las palomas, como lo hacía junto a su madre hace más de cincuenta años. Camina un poco, se cansa. Debe regresar, porque teme que ante cualquier esfuerzo, su ropa interior luzca mojada. Madre de tres hijos, supo tarde que esto le podía pasar. Va y vuelve, esta vez tomará un taxi. Siente hambre, no se preocupa. Le pide al chofer que se detenga en el primer centro comercial. Allí encuentra un sitio donde el sushi es exquisito. Come detenidamente, concentrándose en que nada se caiga de los palitos. Al terminar, siente sueño y pesadez. Abandona la idea del viaje inicial, como abandonó tantas veces sus deseos. Pero esta vez, ha disfrutado a cada paso.

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